domingo, 3 de octubre de 2010

Enterrando muertos

Una de las formas más comunes en que los pueblos dan “paz” a sus muertos (y a los conocidos de estos muertos) y mantienen la necesaria salubridad de los vivos es el entierro.

Sacar de la vista el triste deterioro de lo que una vez tuvo vida y cambiarlo por un símbolo inmortal (una lapida por ejemplo) que lo mantenga presente en la memoria para siempre por un lado y evitar que se desarrollen, en estos restos, engendros capaces de poner en peligro la salud de los que viven.

El fin de semana pasado me dedique de lleno al oficio fúnebre. Tambien al de pariente y de llorador profesional.

Muchos cadáveres pasaron por mis manos, sonrisas que fueron, dibujos sin color, carteles sin significado, juegos perdidos, activos de una persona que eran dos.

Un oso de peluche, una oveja de algodón, una centena de dibujos, varias cartas encadenadas, una carta que nunca fue enviada, y un montón de potencial que se pudrió en algún lugar olvidado y que ahora duele a todos los sentidos.

Pero el trabajo debe ser hecho, los muertos enterrados para su propia paz y para la paz de los que quedaron vivos.

Así, los cuerpos puestos con delicadeza uno a uno en un contenedor apropiado, y como símbolo una inmortal caja, enterrada en el placard más alto y olvidado, desde donde no pueda atormentar más a nadie.

Tengo que admitir que los símbolos inmortales duran mientras viven los que simbolizan al símbolo, y que los símbolos más importantes para una persona son los más íntimos, los que tienen menos simbolizantes, por lo que, la necesidad de un símbolo invasivo (una cruz, una lapida, una estatua, una caja, etc.) suele ser injustificada. Esto me lleva a otra forma de paz a los muertos: el fuego.

El fuego le da, a los restos inertes de las más hermosas existencias, la posibilidad de fundirse con el todo a través del rito del humo y la ceniza, junto al viento, el agua y la tierra.

La posibilidad de trascender y ser una ínfima parte de todo en secreto, en vez de ser parte de algo ínfimo de manera explicita mientras vivan los que lo mantienen vivo y ser una olvidada parte de quien sabe que, cuando muera en la memoria.

Pero por hoy solo soy un humilde fúnebre, familiar y llorador. Espero en un tiempo tener el valor para ser además un cremador, chaman o monje para poder darle a este amor que murió la existencia que merece, llevando sus múltiples cadáveres al fuego y darle así, también, la paz definitiva a ese yo que murió aquella vez y que ronda (muy de vez en cuando por suerte), como alma en pena, creyendo que todavía esta vivo.

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